DESDE EL LIMBO NO HAY RETORNO

> Ilustración por Rata Salada para Revista (Des) Cartable

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DESDE EL LIMBO NO HAY RETORNO:

Sintomatología de una existencia en tránsito

Por Jochi Minh

Salí de Costa Rica por primera vez cuando cumplí quince años, quería conocer el lugar en donde habitan los rostros y nombres que rondaron la casa familiar durante la infancia, pero que nunca conocí. La razón de ese viaje tuvo que ver con un golpe de realidad producto de reventar la burbuja que era ese Little Nicaragua en la que crecí, un barrio popular ubicado al norte de San José  y conformado en gran parte por familias nicaragüenses.

Durante la década de los setenta y ochenta miles de familias nicaragüenses huyeron de los terremotos, la guerra, la pobreza y otros sucesos que, según mi maestra de segundo grado de primaria, estaban relacionados a un castigo divino, ya que, desde sus propias palabras:  “Dios odia a Nicaragua”; mi familia era una de ellas.

Tengo algunos flashes del camino, alguna memoria que con los años transmutaría en fuerte nostalgia y en una búsqueda que todavía no acaba. Me recibe el bochorno de Managua, llego a Metrocentro en donde espero sudorosa y abrumada a mi primo Onofre, quien me recogería en su taxi para llevarme a la colonia Bello Horizonte, a casa de una abuela a la que yo había visto una única vez cuando tenía nueve años. Si ahora cierro los ojos puedo sentir el olor a leña y Plagatox.

En su Viajes con Heródoto, Kapuściński escribe estas palabras que remueven las interrogantes de mi vida en tránsito:”

“Al fin y al cabo, el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino. En realidad empieza mucho antes y prácticamente no se acaba nunca porque la cinta de la memoria no deja de girar en nuestro interior por más tiempo que lleve nuestro cuerpo sin moverse de sitio. A fin de cuentas, lo que podríamos llamar ̈contagio de viaje ̈ existe, y es, en el fondo, una enfermedad incurable”.

Ser nicaragüense o venir de una familia nicaragüense en Costa Rica es, efectivamente, el equivalente a una enfermedad. Sé que Kapuściński no se refería a esto en su texto, pero no puedo evitar pensar en mi padre y su renuencia a hablar sobre aquella vida que dejó atrás, en el presente del que fue arrebatado; como si al hablar de aquello pudiera contagiarnos de su enfermedad migrante y, con su silencio, salvarnos.

La enfermedad se convierte en un recordatorio constante de no pertenecer. La semilla del ser ajeno se incrusta en nuestras identidades, que crecen mareadas en el limbo de un rechazo bilateral. Algo cuajó en mí durante ese primer viaje, desde entonces volver se convertiría en mi objetivo anual; a partir de ese momento dejé de pasar la navidad o el año nuevo en Costa Rica. No sé de qué se trata esa sensación, de dónde viene, cómo se construye, si es ancestral o no, pero existe y es fuerte. De alguna forma encarné el retorno que mi padre nunca haría; al mismo tiempo que desenmascaraba los personajes que rondaban como fantasmas la narrativa familiar y que me recibieron como supongo habrían querido recibirlo a él.  Me atrevo a decir que allá conocí esa ternura a la que hoy día me aferro tanto.

Se estima que tras el estallido social en abril de 2018 y contabilizadas hasta febrero de 2021, fueron ochenta y siete mil personas nicaragüenses las que huyeron hacia Costa Rica, de manera voluntaria o bajo amenaza. Hasta la fecha, estas cifras aumentan mientras que el régimen de terror de la pareja Ortega-Murillo arremete  con más fuerza contra sus opositores. Según un informe de la organización Presas y presos políticos de Nicaragua hasta febrero de 2022 hay 179 personas encarceladas en Nicaragua por causas relacionadas a su pronunciamiento o activismo contra el régimen.

La tortura, violaciones y las condiciones deplorables en que viven las personas presas políticas son de conocimiento abierto dentro y fuera de Nicaragua, el silencio de la mal llamada comunidad internacional y la complicidad de medios aliados al régimen ponen un sello contundente sobre el manifiesto histórico en donde las vidas nicaragüenses, centroamericanas, no valen.

Pienso en la memoria, la memoria del cuerpo que, a su vez, es un sentido más en donde los sentidos del cuerpo toman formas abstractas e infinitas, los recuerdos. Me pregunto por la herencia de ese sentido, por la memoria familiar que se imprime en nuestro cuerpo, en nuestros recuerdos. Y pienso en nosotres, les ticaragüenses,  mezcla de herida abierta y costoso bienestar, en ese vivir con un dolor que otres dejaron atrás por nosotras pero que sentimos y aún nos sangra.

Sobre la negativa a brindarnos un sentido de pertenencia y el derecho a abrazarnos a nuestra memoria, reconozco a la identidad nacional como un monstruo que se alimenta de sus propios discursos y actos de odio, que golpean nuestras existencias indefinidas. Nunca vamos a ser suficiente para tener cabida dentro de una identidad o la otra, portamos la mancha de los odios recíprocos entre ambas naciones. No importa si estamos allá o acá, se nos escapará algún síntoma que nos deje en evidencia.

Migré a la Ciudad de México hace seis años, aquí, a 3000 km de distancia de casa, me reencontré con otras personas nicaragüenses que, por sus razones, también salieron del país. Quienes han salido de su lugar de nacimiento saben de la dicha que da encontrarse con voces familiares, códigos reconocibles, el calor de la propia tierra, pero mis síntomas se dejaron ver, ya no hago un esfuerzo por ocultarlos, soy limbo y mezcla. No hizo falta mucho para recibir el recordatorio, para escuchar aquello que pensé que había quedado atrás para mi, que “El río San Juan es nica”, como si yo no hubiera visto con mis propios ojos la propaganda del tirano que en apariencia alcanzó a impregnarse hasta en el discurso de quienes huyen de él. Volví a encontrarme de frente con mi enfermedad, mi mancha, mi forma rara de pronunciar la erre.

Serán generaciones enteras a las que les toque reinventarse en nuevos territorios. Miles de niñes de familias nicaragüenses en exilio nacerán en otros suelos con una incierta posibilidad de retorno. Nos tomará la vida reconocer, enunciar y sanar estas heridas.

Escribo esto para nosotres, nos reconozco como parte de este prolongado éxodo que más que una circunstancia es una condición. En nuestra indefinición, existimos.