Editorial Universitaria,
San Salvador, 2011
Editorial Literal,
Ciudad de México, México, 2013
Sobre el mito de Santa Tecla
Un hombre pedirá
mi mano
y me la cortaré.
Nacerá otra
y volveré a cortarla.
El hombre pensará:
qué perfecta mujer, es un árbol de manos:
podrá ordeñar las cabras,
hacer queso,
cocer los garbanzos,
ir por agua al río,
tejer mis calzoncillos.
Pero yo seguiré cortando mis manos
cuando me diga:
Mujer, te he pedido,
y debes ordeñar las cabras.
Mujer, eres mía,
trae agua del río,
sírveme el
queso,
ve al pueblo por vino.
Mis manos caerán como caen las flores
y se moverán por el
campo,
necias.
No ordeñarán las cabras,
no irán por vino al pueblo,
jamás zurcirán sus calzoncillos
y nunca,
mucho menos,
acariciarán sus testículos.
El hombre dirá:
Qué mala mujer,
es una maldición de manos.
Irá por un hacha,
cortará mis brazos.
Nacerán nuevos.
Entonces pensará
que el
inicio de
la vida
se encuentra en el ombligo
y cortará mi cuerpo en dos.
Mis miles de
manos cortadas
se volverán azules
y se moverán.
Secarán el trigo,
jugaran con el
agua,
secarán el río,
arrancarán las raíces del pasto,
envenenarán a las cabras,
al queso.
Y el hombre pensará:
Qué
maldición más grande:
prohibido debe estar pedir a una mujer que tiene voluntad.
Sor Juana en el espejo
El agua,
como el espejo,
cae de las paredes.
Siempre temimos asomarnos al espejo:
Podía ser un estanque.
Y esta boca
que ha buscado tanto tiempo
podría besar
a esta boca que puede ser cualquier otra
y caer dentro del agua
como la humedad que nace en lo profundo del cuerpo
Bodegón con Sor Juana
Morderé la fruta.
Mancharé los baberos de encaje que tejí por tres siglos como la araña:
siempre sujeta a la mosca, siempre sujeta al aire.
La fruta escurrirá por mi boca
como escurre la baba, como escurre la sangre.
Clavaré las uñas sobre los gajos de la mandarina:
mujeres que se abren en espera de dientes mayores que los míos.
Seré animal como el negro que carga la fruta en el mercado:
no lee vocales y nunca ha visto el sol.
Yo no bajaré el ojo, como el negro,
puedo ver el sol entre tus piernas.
Gajo de mandarina
has sido.
Sor Juana en la jaula
Dame una miga de pan como al pájaro,
la gente tiene compasión a los que no hablan.
Dame una miga de pan, enciérrame en la jaula,
quiero ser motivo de cuadro japonés.
Búscame un novio de pecho enchido, rojo corazón de
salvaje;
los machos siempre serán los libres.
Ármame un nido,
pondré un par de huevos.
Cantaré.
Y cuando muera,
ponme en la sala
sobre una rama de árbol que jamás conocí.
Precioso motivo de cuadro japonés.
Sor Juana derrama la tinta
Las palabras desaparecerán
en unos años.
La tinta todo lo puede, todo lo come
con sus colmillos de hierro:
hiere la pluma el papel
y en la distancia el rojo de su fuente será
costra,
sombra.
Las cosas serán los pies verdes del rey
mínima estatua de estiércol de palomas.
Y mi boca estará rota
como estas palabras.
Sor Juana vomita la cena
Mira, Juana, este panecillo será abundante como la tierra,
con él se alimentarán los hijos de los hijos
de tu vientre, Jesús.
Juana no contiene el asco del fruto de un vientre de donde salió
un hombre del que manó agua y vinagre,
y se lleva las manos a la boca
y se dobla en la cocina.
Reconoció el negro a su mujer en la pulpa fresca de la fruta
y el indio cayó de hinojos ante el pájaro:
antes eran iguales, vivos en esa tierra,
ahora no puede siquiera mirar el vuelo:
El pájaro está más cerca de Dios –le han dicho-,
no mereces verlo.
Ese pan tiene la sangre de los pájaros y de las frutas,
la sangre negra estancada del negro
y la sangre roja derramada del indio.
Y Juana se dobla, tose,
se retuerce frente al pan.
Qué pasa, Juana.
Y Juana
escupe:
pajarillos
peces de acuario
y dos hostias
blancas
Como papel.
Qué mala mujer,
es una maldición de manos
Selección poética
· Elena Salamanca ·
Del libro
[INCOGNITA FLORA CUSCATLANICA]
Esta selección es parte del libro INCOGNITA FLORA
CUSCATLANICA, ganador de los XXVI Juegos
Florales de Sensuntepeque, que el Ministerio
de Cultura de El Salvador publicará en primera
edición como parte del premio.
El Conde von Humboldt robó del jardín de América
cientos de flores llamadas orquídeas,
abiertas como vaginas.
Miles de mujeres robadas del jardín de América.
Una mano temblorosa sobre un papel
las trazó para la ciencia:
pétalos,
sépalos,
labeolos,
lóbulos,
androceno.
Apículo del ginostemo:
terminaciones nerviosas que se sienten en las yemas de los dedos.
Para el hombre: la exuberancia del mundo;
para la mujer: los invernaderos, los encierros.
Apenas una flor en una caja de cristal,
como un regalo.
Apenas asomarse al cristal, abrir, oler.
Apenas sangrar, parir, amamantar.
Apenas languidecer.
Miles de flores llamadas orquídeas,
abiertas como vaginas,
fueron robadas, como las mujeres, del Jardín de América.
Las liberaron de la selva, en el continente salvaje, dicen.
Pero tampoco consta que
esas mujeres se hayan visto al espejo desnudas alguna vez.
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Marie Rosalie Bonheur tal vez
se atrevió a mirarse al espejo desnuda.
Tal vez, vestida de muchacho,
Georgesandista,
con chistera y tabaco, cada noche en los bares,
se atrevió a pintar desnuda a una mujer.
Había pintado tantos caballos,
salvajes embestidas,
grandes llanuras,
Bisontes a traviesa,
bestias preciosas y sagradas.
Había visto tantas flores,
seductores pistilos,
apículos de ginostemo,
ginospermas ingenuas,
que nada le sorprendía del tremor de un clítoris.
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Otras,
divorciadas y perdidas,
las faldas hundidas en el lodazal,
decidieron cruzar el mar y conocer su propia América.
Buscaron el sentido de la vida en las selvas:
orugas, gusanos y mosquitos,
flores de tierras altas y húmedas.
Más de mil mujeres viajaron a América para saber
que el jardín no era más que una selva sin cristales.
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Marianne North,
aunque era cantante,
decidió cundir su piel de picaduras de mosquitos en la selva.
Conoció a los pericos [Psittacula wardi],
saetas verdes que rompían el aire al atardecer en busca de sus árbo-
les,
y los pintó sobre las ramas de un árbol de fuego.
El árbol de fuego [Delonix regia]
crece en toda la carretera del litoral,
bajo el sol de Sonsonate,
que quizá no sea sol, sino piedra incandescente.
Por todo el litoral,
bajo las flores rojas de la delonix,
se observan cruces:
de colores, pintura de aceite,
maderas podridas y honestas.
Son las cruces de los asesinados en el camino.
De los arrollados, de los abandonados en la carretera
como quien se deshace de algo, lo que no importa.
Son las cruces de los que al menos fueron encontrados.
Alguna vez yo,
soprano frustrada como Marianne North,
también canté a los nombres desconocidos de esas cruces.