> Ilustración de Rata Salada para Revista (Des) Cartable

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Los niños empobrecidos de Chichigalpa

cuento Por José Alberto Montoya

Después de cuatro horas, el culto terminó; no había un vaso de leche para desayunar, solo café negro. Un señor, desde ese altar adornado con símbolos raros, grita cosas que Pedrito no entiende. “Es la voluntad de dios”, la frase célebre de la familia, la misma que argumentaba la boda de Marta, que a sus quince años decidieron que Otoniel era un hombre ejemplar y buen cristiano para su hija.

José Joaquín es el mayor de los hijos, ya está grande y el colegio no es más para él. La familia tuvo la bendición de que el gobierno municipal les otorgara una caponera, pero ¿Quién le daría uso? Si Alejandro, su padre, se parte el lomo en el Ingenio y Leonor, su mamá, cuida a Pedrito, el cumiche de la tríada de hijos. “Ni modo, ya soy un hombre”, piensa José Joaquín y se echa a tuto este nuevo empleo, dobla bien su uniforme del colegio porque un día le servirá a Pedrito y saca los zapatos tenis que le regaló el pastor para su último cumpleaños, el número diecisiete.

Comienza a recorrer Chichigalpa en su nueva caponera, una señora que necesita salir del pueblo para ir a la capital le pide que la lleve al empalme. Sus piernas pedalean aquella bicicleta que la necesidad la convirtió en una especie de taxi pueblerino. Chepito -como le llamaba María Catalina- mientras empuja su vehículo llevando a la señora al final de lo que él conoce como su mundo, se perdía en el contorno del gran San Cristóbal, quiere cobijarlo todito con sus ojos, el sol quema, arde, pero no diluye su mirada. La señora le da veinte pesos y Chepito se devuelve, piensa en María Catalina, en sus colochos, en su boca morena que no pudo besar porque se salió del colegio antes de pedirle que fuera su novia; no tiene dinero y quiere invitarla a que se pierdan por Chinandega, recuerda que su tío Jaime le paga doscientos córdobas por irse un fin de semana a cuidarle los plantíos de maní.

Pedrito extiende sus manos a su mamá y le dice:

—Mamá ¿Tenés tres pesos?

Leonor deja de menear el perol con la última libra de frijoles que les queda, seca sus manos en el delantal viejo que le heredó su madre, chinea a Pedrito y le da tres besos, no hay plata para pocicle y le da sopita del primer hervor que sale de los frijoles.

José Joaquín llega con una bolsa de picos tostados para comerlos con café y le siembra un beso en el cachete a su mamá, Leonor sonríe y le pregunta a qué se debe tanta algarabía.

—Me voy para donde mi tío Jaime este fin de semana, mamá. Quiero invitar a la Catalina a que salgamos y puedo hacer doble turno la próxima semana en la caponera para recuperar lo que pierda esos días, contesta sonriendo.

—Amor y esa muchacha ¿Es de dios? No te vayás a enamorar muy rápido, cuidado hacés cosas malas, mirá que el Señor todo lo ve. —Leonor esmera su preocupación.

—¡Ay mamá, tranquila! Solo vamos a dar la vuelta en Chinandega ¿Ya no te acordás cuando mi papá te enamoraba?— Cierra José Joaquín mientras una sonrisa de oreja a oreja le adorna el rostro.

Leonor vuelve al caldo de frijoles que lleva horas haciendo en el fogón, entre el humo y la nostalgia, se recuerda joven, sonriente y con ganas de entrar a la UNAN León, eso antes de haber conocido a Alejandro, antes de que él llegara con esa guitarra con cuerdas metálicas a cantarles todas las noches de jueves, aunque cada noche don Celestino, su padre, saliera a correrlo. Recuerda cuando se escapó del colegio para irse con Ale en su moto hasta Nagarote, para comer quesillos. Leonor sonríe, pero también recuerda cómo perdió todo y que Jaime se quedó con toda la herencia que ella rechazó por el amor de Alejandro, el hombre que después de venir explotado del Ingenio San Antonio solo soporta darle un beso muy pequeño en la boca para irse directamente a su hamaca a terminar de desvanecer.

Piensa ahora en su hija, que ya vive en su nueva casa, una casita en Posoltega donde Marta aprende a atenderlo, Otoniel Ábrego hijo del pastor, director del coro de la Iglesia y dueño de unas tierritas en León. Marta canta una alabanza y Otoniel golpea la puerta, exige su plato de comida porque viene asoleado y no es posible que su mujer no le espere atenta. Él había pedido salpicón de almuerzo.

—Es que no puedo hacer eso— le dijo Marta mientras mira su carne desmechada en el piso y la primera cachetada saluda a su rostro que queda repintado con una marca indeleble como el día que le dijo: “Sí, acepto” a su suegro.

Una víbora sorprende la pierna derecha de Alejandro, a sus cuarenta y un años de edad, suelta el machete y dobla las corvas en pleno cañaveral, no hace tanto alboroto porque a Tenorio le pasó lo mismo, pidió subsidio y se lo dieron, pero no volvió a coger el machete, al menos no para trabajar en el mismo Ingenio. Alejandro se levanta del piso y mientras hierve en calentura y el solazo nubla su mirada, piensa en Auxiliadora, la vecina de su hermano, con la que se había involucrado desde hace meses y recuerda que la última vez que la vio, ella le dijo que tenía semanas de retraso y los achaques empezaban; Pedrito tan solo tiene tres años y su matrimonio con Leonor, apenas veinticinco.

Pedrito juega con la tierra mientras saborea en su precoz paladar un glu glu de cuatro pesos; Marta llora en la cocina, acaricia su mejilla y Otoniel entra para decirle que si se porta bien, no le volverá a pasar; José Joaquín toma su caponera y va donde Cata a proponerle la salida, de lejos la mira en el parque del pueblo, de la mano y dándose piquitos con Migdonio, su amigo más cercano mientras estuvo en el colegio; Leonor fía en la pulpería libra y media de pollo, quiere sorprender a su esposo con una cenita más sabrosa que el gallopinto de todas las noches; en el Ingenio, Alejandro tira otra vez el machete, pierde la visión, palpita más despacio hasta que deja de hacerlo y en Managua, la oposición presenta todo los días un nuevo candidato presidencial, la campaña ya inició.