> Ilustración por nasma para Revista (Des) Cartable
de Natalia Hernández S
Mi abuelo ve las tumbas del Cementerio Occidental
y lleva flores a su papá el primero de noviembre,
porque dice que el dos se pone muy lleno.
Cuenta de la historia de Nicaragua
y de sus expresidentes,
y de la tumba de René Schick—que no tiene placa.
Luego manda a un trabajador a ponerle una,
se agradece a sí mismo el favor
y me deja esta historia para la placa familiar.
Mi abuela olía a pepino.
Su cara brillante,
por el calor de Managua,
por el sudor.
Sonriente la recuerdo,
su pelo era lacio como el mío,
pero se hizo la permanente tantas veces
que le quedó rizado.
Bailando la vi solo en fotos,
riñendo solo en las historias
de mi madre y tíos.
La visitaba cada domingo,
ella cargaba soledad.
En sus últimos años:
tres apoplejías,
cansancio,
un exesposo que la golpeaba,
y el silencio.
Había días buenos, días malos,
los de ella eran todos regulares.
Una vez me pidió que la maquillara:
le limpié el rostro,
le puse polvo, blush y labial,
le mostré cómo quedó en el espejo,
me besó.
La primera vez que la olí no sentí mucho:
dos pedazos de algodón en sus fosas nasales,
largas y cansadas.
La segunda vez:
desmayo,
putrefacción,
metástasis,
vómito y morfina.
Esta vez es mierda común y corriente,
atrapada en los intestinos,
esperando paciente
salir.
Las mujeres blancas y rígidas
no son tan blancas o rígidas.
A veces son como mi madre,
gritan,
o callan,
y parece que gritan.
Te besan,
abrazan,
y calman tu llanto.
Sus cuellos se arrugan,
sus piernas se vuelven traslúcidas,
sus cabellos plateados,
morados y blancos, más blancos que ellas.
Te apagan la tele,
te cargan de niña,
se mueren con o sin vos.
Las mujeres blancas y rígidas,
siempre serán más blancas y menos rígidas.
En el baño celeste
nos duchábamos juntas.
Yo te llegaba al pubis,
veía tu vientre,
suave, redondo, blanco.
Tus senos me parecían grandes,
ahora los míos son del mismo tamaño.
Además tengo tus piernas,
tu risa escandalosa,
—aunque insista que la tuya es más—
y tu capacidad de resiliencia.
Me gustaba nuestro pelo mojado,
la exfoliación con paste vegetal,
la tranquilidad del domingo,
los silencios que escaseaban los días de semana.
Hubo una erupción,
una de tantas.
Somos parte del cinturón del fuego.
Llegamos a las faldas del volcán
y anocheció.
La lava brillante,
ardía.
El polvo,
mezclado con viento,
mezclado con hambre.
El miedo.
Volvimos a medianoche,
llegamos en una fritanga
en una plaza llena de fritangas.
El placer de comer con las manos sucias
luego de haber visto el fuego.
Me sentí grande. Tenía diez.
Años después en un documental
volví a esa plaza:
—los noventa en Managua fueron áridos—
la carpa de circo en pedazos,
los buses Mercedes Benz color naranja,
y un monociclo revolucionario
con demasiados dueños.